El viaje imprescindible a Bon Amb
El restaurante que lidera Alberto Ferruz en Xàbia se sigue consagrando, año tras año, como una aventura gastrononómica única en España donde la técnica, el territorio y la pasión dan paso a una travesía cada vez más sólida, madura... y mágica
«Había una vez un hombre llamado Marco Polo que viajó por todo el mundo con su padre y su tío, descubriendo maravillas y aventuras inimaginables«. La frase es de 'El libro de las maravillas del mundo' que relatan los viajes del mercader más fascinante de todos los tiempos. Y no me pregunte usted por qué pero, este año, me presenté en Bon Amb con un ejemplar de dicha obra bajo el brazo para regalárselo a su chef y capitán de la tripulación, mi admirado y no poco querido Alberto Ferruz. Y, de alguna manera, para regalárselo también a todo su equipo, que son los que hacen posible que el buque siga vigoroso con rumbo fijo.
Aunque, en realidad, sí que sé por qué fui con ese libro. Y es porque cada vez que me he sentado en sus mesas, que he viajado por sus platos y sus vinos, por sus miradas y sus cariños, he sentido que era como un pequeño Marco Polo de viaje. Un aventurero transitando por un lugar donde los encantos culinarios y los afectos más esenciales del ser humano fluyen de forma fácil sobre la compleja arquitectura que supone cocinar felicidad y transmitir amor entre platos y copas. Una propuesta en la que lo terruño se impregna del tono afrancesado que tiene la cocina de Alberto y su equipo (oh oh oh, como se nota el guiño de Emmanuel Baron). Una alquimia en la que lo mediterráneo se hace carne y el mar tiene la solidez del interior. Una gastronomía en la que los contrastes se suavizan de tal manera que, todo en ella, es seda. Y es color y armonía. Y poesía. Y estética y beso. Es travesía. Seda, te decía. Como la ruta que Marco Polo recorrió. «En el reino de Jaffna, vi la elegancia de una civilización en la que la belleza era un arte de vida».
En mi bitácora del viaje por la tierra (o la mesa) de Bon Amb, apunté palabras mayúsculas como Magia y Placer; pero al tiempo, tracé decenas de pequeñas historias que recorrían el pasaje emplatado de cada bocado en el que mi paladar fue embarcando. Y que, en muchos casos, era la evolución madurada de historias pasadas. Esas que ahora, con la experiencia vivida, renacían exultantes y seductoras. Porque si algo hubo siempre, hay y habrá en las manos de Ferruz, es el abrazo constante que existe en su cocina y que conecta sus territorios con tu paladar. Su experiencia y la de su equipo -al que hace parte activa de la propuesta- abiertas en canal en platos que, cuando te paras a pensarlos, a releerlos, a regustarlos y a destriparlos, te emocionas por la técnica, por el tiempo dedicado en cada paso, por la ilusión que trasmiten, por la alquimia que reflejan.... Por la cocina. Y por cómo servirla.
«Narrar Bon Amb es complicado. Lo importante, lo básico, es vivirlo. Sólo así, como en todas las mesas, uno realizará el viaje en plenitud»
Hay atunes al sol, confitería marina extrema que hace del Mediterráneo una boutique fracesa muy chic, rábanos y tartaletas, un cruasán de mújol y mantequilla de Café París… Hay, desde la bienvenida, una sensación de exquisitez divina que te conecta y te atrapa. Que te embarca en su sueño, mientras Enrique García te descorcha una joya repleta de burbujas que parecen extraídas de una quimera (Egley-Ouriet). Y navegas, y sueñas… «Ostra seca al sol, turrón alicantino y mostaza», te susurran. Y tú suspiras mientras la degustas como si fuera una gominola de Neptuno.

Durante el viaje, vi revolotear por la mesa a las abejas del Montgó. Y vi cómo, con su miel recién robada, crearon una flor de corvina que excita la imaginación y te conquista los pensamientos. Y solo articulas emoción.
Vi, que los erizos eran yemas naufragando en un mar de ajo blanco de chufa (queso de chufa!!) y estrellas de jalea antigua (de algún recetario de antaño). Vi, de nuevo, esas quisquillas que Ferruz engalana como nadie en un mar de escabeche fino donde se cuela el cebo, un pollo rustido, un toque cítrico invencible… Y vi, como cuando Marco Polo llegó a Bagdad: «la riqueza de un imperio floreciente, con sus palacios y bibliotecas llenas de conocimiento». Un imperio culinario.
Durante el viaje, también vi a Eva. Ella se fue asomando por la mesa. Atenta. Irrumpiendo en la sala con el don de la frescura que nunca debe perder pero con la virtud de que va a poder crecer en ese mundo si ella quiere. Porque es atenta. Y alegre. Ella es una de las muchas tripulantes que pululan eficaces por el restaurante. Esa tripulación que ha sabido hacer de la palabra equipo algo clave. Porque sin el compromiso de todos, por muy bueno que sea el capitán -que lo es-, no es posible el viaje. O no el viaje de las Maravillas. Ese que estalló cuando apareció Stiphen e hizo, de un manjar culinario, un espectáculo. «Crepe de apio bola, morteruelo -que en realidad es marteruelo, porque está elaborado con pescado- y jugo de salmonete», anunció.
Una elaboración en la que tienen un papel destacado las mujeres de Cuenca que enseñaron a Alberto a hacer el morteruelo como toca; los naranjos de Pepe, que ayudan a convertir el crepe en un espectáculo de cinco estrellas, o el osado de Stiphen que se atreve a subirse al teatro, como los grandes maître franceses… Hasta el pan, humilde, se reivindicó en ese instante. El pan cuidado, elaborado por Eurise en la casa, que aquí tiene la versión de brioche y que no paras de darle bocados. Mojar y bocado. Mojar y bocado. Sólo por esa parada, ya vale la pena el viaje…
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Después llegó la coliflor romana, que el año pasado ya me transtornó. Y tras ella, una de esas estrellas nuevas que llegan para quedarse (seguro), pero que además abren la puerta a toda una imparable evolución. Su morcilla de calamar es de esas cosas delicadas y ancestrales, tradicionales pero rompedora, brusca pero elegante… que te enloquecen, y te atraen, y te apetece repetir… Morcilla, dice. Maravilla, es.
Como lo es el bocado, siempre jugando a improvisar, con el que Ferruz quiere demostrar la capacidad de su cocina innata. Esa que brota de repente, como un don que ha sido cincelado con los años y que es capaz de acabar desparramado ante ti. Sabio, aunque discreto. Doble estrella, aunque merezca más. Habitas con jugo de caracol, kokotxas y tomates confitadas. Ante ellas pienso, en medio de mi fantasía, que quiero quedarme como Robinson en ese plato descabalgado de la improvisación y que conquista mi ánimo y mi ilusión por volver.
Colapsado, respiro. Y mi cabeza relee unos versos de un poema de Benjamín Prado ('Libro de familia') que tienen algo de mágico...
«He aprendido a nadar en los libros de Conrad; / A huir en los poemas de Vallejo y Rimbaud…»
O estos:
«He luchado con Frankenstein, / Drácula / Y los franceses / Y naufragué con Gulliver y Robinson Crusoe…»
Y tras ello, sigo soñando en medio de esa biblioteca emplatada que es Bon Amb. En medio de mil rostros recetados; de los ingredientes de una vida en ebullición… de la fábula de una cigala que fue cocida con agua de mejillón y protegida por una tagliatelle de yema de huevo y salsa de azafrán. De finura extrema; de elegancia sólida.


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Ensimismado, enloquecí con su interpretación de la pasta bolognesa, en este caso de jabalí. ¿Qué te puedo decir más mayúsculo que ese «enloquecí»? Quizá, que hubiese comido platos y platos de esa falsa pasta sin parar. Que la quiero volver a probar. Que es mi top, quizá.
Y llegó el rape, que fue mantequilla en el paladar. Y el flan de foie, una propuesta brutal evolucionada de la versión del año pasado, que convierte en convencional lo magistral. El pichón dio el triple salto mortal y, a lo Kavafis en sus Itacas, pedí que el viaje fuera bien largo…
No quería, de hecho, que llegara su final. Pero los postres asomaron discretos, advirtiendo, que toda historia acaba. Fueron el faro que iluminó el desenlace. Un limón marroquí (con sus cuscús). Un fartón. Un mochi de frambusea. Ellos deshicieron el lazo de las emociones y nos permitió desinhibirnos felices por lo ocurrido. Como quien acaba un viaje abrumado por los recuerdos y lleno de melancolía. Recuerdos que, como confesó Marco Polo antes de fallecer, jamás podremos compartir tal cual los vivimos: «No he contado ni la mitad de lo que visto», exclamó. Porque narrar Bon Amb es complicado. Lo importante, lo básico, es vivirlo. Como ocurre con tantas mesas y tantos lugares. Vivir, cada cual, su viaje en plenitud.
Seguimos surcando mesas; comiendo historias. Esto es 'El diario de Mister Cooking'. Esto son Historias Con Delantal. Mesa imprescindibles, citas con la emoción.
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